Juan 8, 1-11
En aquel tiempo, Jesús se fue al monte de los Olivos. Pero
de madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a Él.
Entonces se sentó y se puso a enseñarles. Los escribas y fariseos le llevan una
mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: «Maestro, esta
mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley
apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?». Esto lo decían para tentarle, para
tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo
en la tierra.
Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y
les dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera
piedra». E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas
palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se
quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús le
dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Ella respondió: «Nadie,
Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques
más».
Hoy vemos a Jesús «escribir con el dedo en la tierra» (Jn 8,6), como si estuviera a la vez ocupado y divertido en algo más importante que el escuchar a quienes acusan a la mujer que le presentan porque «ha sido sorprendida en flagrante adulterio» (Jn 8,3).
Llama la atención la serenidad e incluso el buen humor que
vemos en Jesucristo, aún en los momentos que para otros son de gran tensión.
Una enseñanza práctica para cada uno, en estos días nuestros que llevan
velocidad de vértigo y ponen los nervios de punta en un buen número de
ocasiones.
La sigilosa y graciosa huida de los acusadores, nos recuerda
que quien juzga es sólo Dios y que todos nosotros somos pecadores. En nuestra
vida diaria, con ocasión del trabajo, en las relaciones familiares o de
amistad, hacemos juicios de valor. Más de alguna vez, nuestros juicios son
erróneos y quitan la buena fama de los demás. Se trata de una verdadera falta
de justicia que nos obliga a reparar, tarea no siempre fácil. Al contemplar a
Jesús en medio de esa “jauría” de acusadores, entendemos muy bien lo que señaló
santo Tomás de Aquino: «La justicia y la misericordia están tan unidas que la
una sostiene a la otra. La justicia sin misericordia es crueldad; y la
misericordia sin justicia es ruina, destrucción».
Hemos de llenarnos de alegría al saber, con certeza, que
Dios nos perdona todo, absolutamente todo, en el sacramento de la confesión. En
estos días de Cuaresma tenemos la oportunidad magnífica de acudir a quien es
rico en misericordia en el sacramento de la reconciliación.
Y, además, para el día de hoy, un propósito concreto: al ver
a los demás, diré en el interior de mi corazón las mismas palabras de Jesús:
«Tampoco yo te condeno» (Jn 8,11).
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