Lo humano, de por sí limitado, con una sed desafiante, se hace más perfecto, más bondadoso, más excelente y más sublime cuanto más se agarra a lo importante. Incluso cuando vive de lo único importante. El exceso, el desbordamiento, las carreras y la insatisfacción terminan por agotarlo en sus propias búsquedas, sin remedio, y desconsolándole, al mostrarle que anda divagando sin hallar nada que merezca la pena y dejando pasar oportunidades sin final de ningún tipo. Lo humano, su perfección, han de encontrarse precisamente allí donde pocos las buscan. Quizá lo perfecto humano sea su debilidad, su precariedad, la necesidad de restricción y vivir restringido. Quizá el hombre experimente más amor y más grandeza cuando sabe en qué emplearse por completo, sin medida. Quizá, sólo quizá, porque me gusta mucho la palabra quizá, la persona deba definirse, ponerse límite, ahogar sus posibilidades, dejar de abrir y abrir puertas, para saber quién es verdaderamente, a qué está llamada exclusivamente, cuál puede ser su meta definitivamente. Pero esto último sólo quizá. Dicho con prudencia y recato, con sencillez y más intuición que inteligencia de todo. Aquel que ha encontrado algo por lo que merece la pena dejarlo todo, de ese decimos que es verdaderamente feliz. De eso, sinceramente, no me cabe la menor duda. Cuando el hombre pierde el miedo a sus propios límites, y se olvida de sí mismo, algo me dice que ha entrado en un plano infinito, está rozando lo absoluto, se encuentra cara a cara frente a un Misterio capaz de reclamar de él todo cuanto es, y que quizá ni siquiera él se había enterado de que era.
(José Fernando, escolapio)
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